Hay momentos en la vida en que el ruido del mundo se desvanece y una sola frase, leída al azar o escuchada en el viento, resuena en lo más profundo de nuestro ser. Son palabras que no solo oímos, sino que sentimos; actúan como una llave que abre puertas que ni siquiera sabíamos que estaban cerradas. Son un despertar. Esta es una invitación a explorar esa sabiduría ancestral, un espejo que nos muestra no solo quiénes somos, sino quiénes podemos llegar a ser.


El viaje comienza con el principio más fundamental de todos: «Quien se conoce a sí mismo, conoce a su Señor.» Esta no es una simple reflexión, sino el mapa de un tesoro. Nos dice que el universo que anhelamos comprender reside dentro de nosotros. No necesitamos buscar lejos la divinidad, pues se nos ha dicho que Él está más cerca que nuestra propia vena yugular. La enfermedad que nos aqueja y el remedio que buscamos desesperadamente también habitan en nuestro interior, aunque a menudo no los percibamos. Somos, a la vez, el enigma y la respuesta.


Esta expedición hacia el yo exige una libertad fundamental. No la libertad de hacer lo que nuestros impulsos dictan, sino la de liberarnos de toda esclavitud. «No seas esclavo de otros cuando Dios te ha creado libre.» Esta libertad se extiende a no ser esclavos de nuestras propias pasiones, de la opinión ajena o de las posesiones mundanas. La paradoja sagrada es que la única servidumbre que libera es la servidumbre a Dios, pues en ella nos despojamos de todas las demás cadenas.


El terreno de este viaje interior es a menudo arduo, y requiere una herramienta indispensable: la paciencia. Existe una paciencia para soportar lo que nos duele, para resistir en la tormenta sin quebrarnos. Y existe otra, quizás más sutil y difícil, que es la paciencia contra lo que codiciamos, la fuerza para contener el deseo desbocado y no permitir que nos gobierne.
Una vez que hemos comenzado a mirar hacia adentro, nuestra interacción con el mundo cambia. La herramienta principal de esta nueva relación es la lengua. Se nos advierte que «la lengua es como un león; si la dejas suelta, herirá a alguien.» La mente del necio está a merced de su lengua, mientras que la lengua del sabio está bajo el control de su mente. En este entendimiento, el silencio se revela no como una ausencia, sino como una presencia poderosa. «El silencio es la mejor respuesta para un necio», pues nos protege de enredos inútiles y preserva nuestra paz.


Nuestra forma de hablar y de callar moldea nuestras relaciones. El objetivo es tratar a las personas de tal manera que, «si mueres, lloren por ti, y si vives, te anhelen.» Esto solo se logra a través de la autenticidad y el cuidado. La verdadera amistad no consiste en la adulación, sino en la honestidad amorosa. Tu verdadero amigo es aquel que te muestra tus faltas para que puedas crecer y te aleja del error. Y si te ves en la posición de aconsejar, recuerda que el consejo dado en secreto adorna y sana, mientras que el consejo proclamado en público humilla y hiere.


Nuestra relación con el mundo material también debe ser redefinida. En la búsqueda incesante de más, a menudo perdemos de vista el mayor de los tesoros: «El contentamiento es un tesoro que nunca disminuye.» Es una riqueza que nadie puede arrebatarnos. Por el contrario, «quien confía en el mundo, el mundo lo traiciona.» Poner nuestra fe en un trabajo, en una cuenta bancaria o en el estatus es construir una casa sobre la arena, pues todas estas cosas son fugaces. La verdadera confianza solo puede depositarse en el Proveedor infinito, Aquel cuya generosidad no conoce límites.


Es en los extremos de la vida donde nuestro verdadero carácter se forja y se revela. Dos cosas nos definen: «tu paciencia cuando no tienes nada y tu actitud cuando lo tienes todo.» En la carencia, la paciencia es nuestra fortaleza; en la abundancia, la gratitud y la humildad son nuestra salvación. Y en todo momento, debemos recordar que lo que está destinado a ser nuestro nos encontrará, aunque esté oculto bajo dos montañas. Y lo que no nos pertenece, no lo alcanzaremos, aunque yazca entre nuestros labios.


La mente es el campo donde se siembra nuestra realidad. Una mente ociosa, perdida en la negligencia, es el taller del diablo. Pero una mente consciente, anclada en el presente, es un santuario. Cada pensamiento es una semilla. «Quien planta buenas semillas, seguramente cosechará felicidad.» Somos los agricultores de nuestra propia vida. Por eso debemos temer la avaricia, que es una esclavitud permanente, y la envidia, que devora la fe como el fuego devora la madera.
Incluso en la soledad, nunca estamos solos. «Teme los pecados que cometes en secreto, pues el testigo de esos pecados es el Juez mismo.» No hay acto oculto a la mirada divina, y esta conciencia debería ser nuestra brújula moral.


Finalmente, el viaje nos lleva más allá de la vista física. «La visión del ojo es limitada; la visión del corazón trasciende todas las fronteras.» A través de la quietud, la oración y la reflexión, podemos activar esta visión interior, una percepción que ve la verdad más allá de las apariencias. Es esta visión la que nos permite perdonar a un adversario cuando tenemos poder sobre él, no por debilidad, sino como un acto de gratitud a Dios. Es la que nos enseña que «quien te enfurece, te controla», y nos impulsa a recuperar nuestra soberanía interior.


Estas palabras no son meros proverbios; son faros en la noche, destinados a iluminar el camino de regreso a nosotros mismos y, a través de nosotros, a nuestro Creador. Son un recordatorio de que la vida más noble no se basa en lo que acumulamos, sino en lo que nos convertimos. Es una vida basada en el conocimiento, la paciencia, el contentamiento y un corazón que ve más allá de los ojos.

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