
Benjamin Netanyahu, nacido en Tel Aviv en 1949, es considerado por muchos como el político más influyente —y más controvertido— de la historia reciente de Israel. Hijo del historiador Benzion Netanyahu, creció en una familia marcada por el sionismo más radical. Desde joven se formó en Estados Unidos, lo que le permitió construir una imagen de político “moderno” y con facilidad para los medios, pero detrás de esa fachada se escondía una ambición desmedida que lo ha acompañado hasta hoy.
En sus primeros años militares, sirvió en la unidad de élite Sayeret Matkal, participando en operaciones que ya entonces levantaban críticas por su brutalidad. Ese paso por el ejército le dio credenciales para la política israelí, donde el uniforme y las medallas pesan más que cualquier programa social. Tras completar estudios en MIT y trabajar brevemente en consultoría, Netanyahu dio el salto a la diplomacia, aprovechando su inglés fluido para convertirse en una de las caras visibles de Israel en Estados Unidos durante los años ochenta.
Su ascenso político fue meteórico. En 1996 se convirtió en el primer ministro más joven de Israel. Desde ese momento, su vida pública quedó definida por una estrategia repetida: sembrar miedo, aprovecharse de la inseguridad del pueblo israelí y culpar siempre a los palestinos de cualquier problema. Netanyahu perfeccionó el arte de utilizar el terrorismo como arma política, manipulando el dolor de las víctimas para justificar colonizaciones ilegales, asfixia económica y campañas militares que la comunidad internacional ha denunciado en múltiples ocasiones como crímenes de guerra.
A lo largo de su carrera, Netanyahu se presentó como el defensor de Israel frente a un mundo hostil, pero en realidad se dedicó a alimentar el conflicto permanente. Bajo su liderazgo, Gaza fue convertido en una cárcel a cielo abierto, Cisjordania en un mapa de carreteras militares y asentamientos, y Jerusalén en un tablero de provocaciones calculadas. No solo destruyó cualquier posibilidad de paz, sino que convirtió el odio y la violencia en los pilares de su mandato.
En el ámbito interno, Netanyahu también dejó huella, aunque no precisamente positiva. Su nombre está ligado a múltiples casos de corrupción, sobornos, regalos de lujo y favores políticos a cambio de poder. Aun así, su capacidad de manipulación mediática y su alianza con sectores ultrarreligiosos y ultraderechistas lo han mantenido en el poder más tiempo del que muchos hubieran imaginado. Ha sabido presentarse como imprescindible para la seguridad de Israel, cuando en realidad su permanencia al frente ha sido garantía de inestabilidad en la región.
Su vida, plagada de escándalos, se resume en una constante: el uso del poder para su propio beneficio, sin importar el costo humano. Bajo Netanyahu, miles de palestinos han muerto, cientos de miles han perdido sus hogares y millones viven bajo el trauma de la ocupación y los bombardeos. La historia lo recordará, no como un líder visionario, sino como un político sin escrúpulos que convirtió el dolor en su herramienta de campaña y que jamás dudó en sacrificar vidas humanas para mantenerse en la cima.
Hoy, a sus más de siete décadas de vida, Netanyahu continúa aferrado al poder, blindado por la extrema derecha israelí y sostenido por un aparato mediático que lo presenta como indispensable. Pero su legado, marcado por la corrupción y el genocidio, lo persigue. Muchos ya lo consideran el rostro más visible de un Israel que ha perdido toda credibilidad moral en el mundo.
En definitiva, la vida de Benjamin Netanyahu no es la historia de un líder, sino la de un oportunista que supo transformar el miedo en votos, la violencia en estrategia y la mentira en política de Estado. Su nombre quedará grabado en la historia, pero no como héroe, sino como símbolo de un tiempo oscuro en el que la humanidad fue sacrificada en el altar de su ambición personal.


+ No hay comentarios
Añade el tuyo