
El brillo de Eurovisión siempre ha sido mucho más que un concurso de canciones. Es una cita con la diversidad, un escaparate de culturas y un espacio donde, al menos en teoría, la música une lo que la política divide. Pero este año, la participación de Israel en el festival se ha convertido en una herida abierta que amenaza con manchar el escenario de Turín con la sombra de un genocidio retransmitido en directo.
España, un país que presume de valores democráticos y de una sociedad civil cada vez más consciente, se enfrenta a una disyuntiva histórica: ¿seguir como si nada, enviando a nuestro representante para compartir escenario con el gobierno responsable de crímenes de lesa humanidad? ¿O dar un paso valiente y decir basta, ausentándonos como gesto de dignidad internacional?
Imaginemos el impacto: titulares en todo el mundo recogiendo que España no participa en Eurovisión en señal de protesta contra las atrocidades cometidas en Gaza. Sería una decisión dolorosa para los artistas y seguidores, pero profundamente poderosa en términos morales. Sería el eco de un país que no está dispuesto a normalizar la barbarie mientras se asesina a civiles, mujeres y niños, con la indiferencia de quienes miran hacia otro lado entre focos y alfombras rojas.
Los defensores de la música como espacio “apolítico” olvidan que no hay nada más político que invitar a un Estado acusado de genocidio a cantar sobre el amor y la paz. La indiferencia también mata, y la complicidad se viste de lentejuelas cuando se aplaude a Israel en un escenario europeo mientras en Gaza la población sobrevive entre ruinas y hambre.
España podría ser la chispa que encienda la llama: un gesto de boicot que arrastre a otros países y que transforme Eurovisión en lo que siempre quiso ser: un escaparate de valores humanos universales. Porque la verdadera música no necesita silencios cómplices, sino notas valientes que resuenen en la conciencia colectiva.
Tal vez sea hora de que España cante más fuerte fuera del escenario: con hechos.


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